jueves, 13 de agosto de 2009
jueves, 12 de febrero de 2009
PARA EL PROYECTO OBJETO URBANO
FEBRERO 11 DE 2009
CURSO DE SEMIÓTICA DEL OBJETO
PROFESOR CHUCHO
SOBREMODERNIDAD. DEL MUNDO DE HOY AL MUNDO DE MAÑANA
Por Marc Augé
Partiremos, si les parece bien, de la constatación de dos paradojas.La primera nos concierne a todos. Continuamente escuchamos hablar de globalización, de uniformización, hasta de homogeneización; y de hecho la interdependencia de los mercados, la rapidez, cada día más acelerada, de los medios de transporte, la inmediatez de las comunicaciones por teléfono, fax, correo electrónico, la velocidad de la información y también en el ámbito cultural, la omnipresencia de las mismas imágenes, o, en el ámbito ecológico, la llamada de atención sobre el alza de la temperatura de la tierra o la capa de ozono, nos pueden dar la impre-sión de que el planeta se ha vuelto nuestro punto de referencia en común.
Esta planetarización puede, según los ámbitos que afecte y la opinión de los observadores, parecer como algo bueno, un mal menor o un horror, pero es, de to-dos modos, un hecho. Por un lado, sin embargo, vemos multiplicarse las reivindicaciones de identidad local con formas y a escalas muy diferentes entre unas y otras: el más pequeño de nuestros pueblos ilumina su iglesia del siglo XVI y exalta sus especialidades (Thiers, capital de la cuchillería, Janzé, cuna del pollo de gran-ja); o bien los idiomas regionales recobran su importancia. En Europa y en otras partes del mundo los nacionalismos renacen o se vuelven a inventar. Los resurgimientos religiosos se fundan en un pasado recuperado o reconstruido (la religión maya, el movimiento de la mexicanidad en América Central, el neochamanismo en Corea del Sur). Los integrismos se generan, con más o menor vigor, en el seno de religiones basadas en textos sagrados. Estas reivindicaciones de singularidad a me-nudo están en relación (en relación antagonista) con la mundialización del mercado y tal vez asistimos hoy en día, en Rusia, en América Latina o en Asia, a fenómenos que no son signos exclusivos de lógicas monetarias, bursátiles o incluso económicas. Aquí, otra vez, las opiniones pueden diferir, pero para el conjunto, cada uno puede constatar felizmente que el mundo no está definitivamente bajo el signo de la uniformidad y a la vez inquietarse ante los desórdenes y las violencias que genera la locura identitaria.La segunda paradoja me resulta más personal. O más bien tiene que ver con la disciplina a la cual pertenezco. Los etnólogos son por tradición especialistas en sociedades lejanas y exóticas para la mirada occidental, o especialistas en los sectores más arcaicos de las sociedades modernas. Entonces pues, legítimamente nos podemos preguntar si están mejor situados para estudiar las complejidades del mundo actual, si su terreno de investigación no se está reduciendo, desapareciendo. No lo creo; creo incluso lo contrario. Y es quizá al justificar esta afirmación paradójica que podré contribuir a explicitar la gran paradoja, la que nos concierne a todos, la paradoja del mundo contemporáneo, a la vez unificado y dividido, uni-formizado y diverso, ala vez (ya volveré a estos términos) desencantado y reencantado.Mi argumento principal será que los cambios acelerados del mundo actual (pero también sus lentitudes y sus cargas) constituyen un desafío para el enfoque etnológico, pero un desafío que no lo toma del todo de improviso, por razones que quisiera señalar brevemente antes de llegar al tema principal del debate. El método etnológico no tiene como objetivo final el individuo (como el de los psicólogos), ni de la colectividad (como el de los sociólogos), pero sí la relación que permite pasar del uno al otro. Las relaciones (relaciones de parentesco, relaciones económicas, relaciones de poder) deben ser, en un conjunto cultural dado, concebibles y gestionables. Concebibles ya que tienen una cierta evidencia a los ojos de los que se reconocen en una misma colectividad; en este sentido son simbólicas (se dice por ejemplo que la bandera simboliza la patria, pero la simboliza sólo si un cierto nú-mero de individuos se reconocen en ella o a través de ella, si reconocen en ella el nexo que los une: es ese nexo lo que es simbólico). Gestionables porque toman cuerpo en instituciones que las ejecutan (la familia, el Estado, la Iglesia y muchas otras a distintas escalas).La observación antropológica siempre está contextualizada. La observación y el estudio de un grupo sólo tienen sentido en un contexto dado y además se puede comentar la pertinencia de tal o tal contexto: jefatura, reino, etnia, área cultural, red de intercambios económicos, etcétera. Ahora bien, hoy en día, incluso en los grupos más aislados, el contexto, a fin de cuentas, siempre es planetario. Ese contexto está presente en la conciencia de todos, interfiere desigual pero en todas partes de manera sensible con las configuraciones locales, lo cual modifica las condiciones de observación.Es al análisis de este cambio al cual les invito ahora. Lo podemos localizar, me parece, a partir de tres movimientos complementarios:· El paso de la modernidad a lo que llamaré la sobremodernidad.· El paso de los lugares a lo que llamaré los no-lugares.· El paso de lo real a lo virtual.Estos tres movimientos no son, propiamente dicho, distintos unos de los otros. Pero privilegian puntos de vistas diferentes; el primero pone énfasis en el tiempo, el segundo en el espacio y el tercero en la imagen. Baudelaire, al principio de sus Tableaux parisiens [Retratos parisinos] evoca París como un ejemplo de ciudad moderna. El poeta, acodado a su ventana mira"...el taller que canta y que charla;Los tubos, los campanarios, estos mástiles de la ciudad,Y los grandes cielos que hacen soñar con la eternidad."Los tubos son las chimeneas de las fábricas.Jean Starobinski hizo notar que es esta acumulación, la adición de las distintas temporalidades lo que configura a la modernidad del lugar. Este ideal de acu-mulación corresponde a un cierto deseo de escribir o de leer el tiempo en el espacio: el tiempo pasado que no borra del todo el tiempo presente, y el tiempo futuro que ya se perfila. Benjamín, lo sabemos, veía en la arquitectura de los pasajes parisinos, una prefiguración de la ciudad del siglo XX. En resumen, por acumulación, esa imagen del espacio corresponde a una progresión, a una imagen del tiempo como progreso.Max Weber, para evocar la modernidad, hablará del desencanto del mundo. La modernidad en términos de desencanto puede definirse por tres características: la desaparición de los mitos de origen, de los mitos de fundación, de todos los sistemas de creencia que buscan el sentido del presente de la sociedad en su pasado; la desaparición de todas las representaciones y creencias que, vinculadas a esta pre-sencia [prégnance] del pasado, hacían depender la existencia e incluso la definición del individuo de su entorno; el hombre del Siglo de las Luces es el individuo dueño de sí mismo, a quien la Razón corta sus lazos supersticiosos con los dioses, con el terruño, con su familia, es el individuo que afronta el porvenir y se niega a interpretar el presente en términos de magia y de brujería. Pero la modernidad es también la aparición de nuevos mitos que no son más, esta vez, mitos del pasado pero si mitos del futuro, escatológicos, utopías sociales que traen del porvenir (la sociedad sin clase, un futuro prometedor) el sentido del presente. Este movimiento de substitución de los mitos del pasado por los del futuro está analizado minuciosa-mente por Vincent Descombes en su libro Philosophie par gros temps (1984).He aquí el progreso tal y como se concebía, digamos, hasta los años cincuenta, concepción evidentemente sostenida por las conquistas de la ciencia y de la técnica y, en el mundo accidental, por la certeza que con el final de la segunda guerra mundial las fuerzas del bien habían vencido definitivamente a las fuerzas del mal.Pero esta idea de progreso, directamente surgida de los siglos XVIII y XIX, se va descomponiendo en la segunda mitad del siglo XX. Las evidencias de la historia y las desilusiones de la actualidad llegarán a lo que podríamos llamar un se-gundo desencanto del mundo, que se manifiesta en tres versiones a la vez contrastadas y complementarias.En la primera versión, constatamos que los mitos del futuro, ellos también, eran ilusiones. El fracaso político, económico y moral de los países comunistas autoriza una lectura retrospectiva y pesimista de la historia del siglo y desacredita a las teorías que pretenden extrapolar el futuro. El filósofo Jean-Francois Lyotard se refirió al tema como el "fin de los grandes relatos".La segunda versión es más triunfalista. Corresponde al primer término de la paradoja que evocaba al principio. Es el tema de la "aldea global", según el término de Macluhan, una aldea global atravesada por una misma red económica en donde se habla el mismo idioma, el inglés, y dentro de la cual la gente se comunica fácilmente gracias al desarrollo de la tecnología. Más recientemente, este tema consi-guió una traducción política con la noción de "fin de la historia" desarrollada por el americano Fukuyama. Este no sostiene, evidentemente, que la historia de eventos esté acabada, ni que todos los países hayan llegado al mismo estado de desarrollo, sino que afirma que el acuerdo es general en cuanto a la fórmula que asocia la economía de mercado y la democracia representativa para un mayor bienestar de la humanidad. Esta combinación es presentada en cierto modo como indiscutible, y si marca el fin de la historia, para Fukuyama, es porque él identifica la historia con lo que tradicionalmente se denomina la historia de las ideas.Sin discutir la filosofía que sostiene esta teoría, podemos no obstante cons-tatar que desde su primera formulación, condenaba a pensar la historia actual de una gran parte del planeta como signos de excepción o de retraso. En el plano cul-tural, los antropólogos americanos de la corriente postmodernista hicieron observar a contrario que hoy en día asistimos a una multiplicidad de reivindicaciones culturales singulares, al despliegue de un verdadero patchwork mundial en el que cada pedazo está ocupado por una etnia o un grupo específico. Y de hecho, en el continente americano, para hacer solamente referencia a éste, las reivindicaciones de las poblaciones amerindias, a menudo en un gran estado de pobreza, pasan por la afir-mación de su propia cultura y de su propia historia, incluso en el caso de Chiapas y de muchas otras regiones de América Central y del Sur, cuando recurren, episódi-camente o de manera continuada, a la violencia armada.La antropología llamada postmodernista propone una ideología de la frag-mentación (el mundo es diverso y no hay más que decir). Sin duda infravalora los estereotipos que relativizan la originalidad de las reivindicaciones culturales parti-culares y su integración en el sistema de la comunidad mundial (Chiapas es conoci-da hoy en día por la opinión pública mundial ya que su animador, el subcoman-dante Marcos, domina la utilización de los medios de comunicación y del cyberes-pacio). La antropología postmoderna tiene por lo menos el mérito de mostrar, en el ámbito cultural, los límites de las teorías de la uniformización. Pero al quedarse sólo en el plano cultural, tal vez indebidamente separada del resto, descuida todas las manipulaciones políticas, todas las violencias integristas u otras que constituyen a su manera un rechazo a la aldea global liberal, y, además, también proclama un cierto final de la historia: el fin, por la fragmentación dentro de la polifonía cultural, del movimiento que daba un sentido, una dirección, a esta historia.Los teóricos de la uniformización, como los de la polifonía postmoderna, toman nota de hechos reales pero hacen mal, me parece, en inscribir sus análisis bajo el signo del fin o de la muerte ¾fin de la historia, para unos, fin de la modernidad, para otros, fin de las ideologías para todos.Tal vez sea al revés, y hoy en día suframos de un exceso de modernidad; más exactamente, y al hacer abstracción de todo juicio de valor, quizá podamos ser inducidos a pensar que la paradoja del mundo contemporáneo es signo no de un fin o de una difuminación, pero sí de una multiplicación y de una aceleración de los factores constitutivos de la modernidad, de una sobredeterminación en el sentido de Freud, y después de él de Althusser, término que utilizaron para designar los efectos imprevisibles y difíciles de analizar de una superabundancia de causas.La noción de sobremodernidadNeologismo por neologismo, les propondré por mi parte el término de sobremodernidad para intentar pensar conjuntamente los dos términos de nuestra paradoja inicial, la coexistencia de las corrientes de uniformización y de los particularismos. La situación sobremoderna amplía y diversifica el movimiento de la modernidad; es signo de una lógica del exceso y, por mi parte, estaría tentado a mesurarla a partir de tres excesos: el exceso de información, el exceso de imágenes y el exceso de individualismo, por lo demás, cada uno de estos excesos está vinculado a los otros dos.El exceso de información nos da la sensación de que la historia se acelera. Cada día somos informados de lo que pasa en los cuatro rincones del mundo. Naturalmente esta información siempre es parcial y quizá tendenciosa: pero, junto a la evidencia de que un acontecimiento lejano puede tener consecuencias para nosotros, nos refuerza cada día el sentimiento de estar dentro de la historia, o más exactamente, de tenerla pisándonos los talones, para volver a ser alcanzados por ella durante el noticiero de las ocho o durante las noticias de la mañana.El corolario a esta superabundancia de información es evidentemente nuestra capacidad de olvidar, necesaria sin duda para nuestra salud y para evitar los efectos de saturación que hasta los ordenadores conocen, pero que da como resultado un ritmo sincopado a la historia. Tal acontecimiento que había llamado nuestra atención durante algunos días, desaparece de repente de nuestras pantallas, luego de nuestras memorias, hasta el día que resurge de golpe por razones que se nos esca-pan un poco y que se nos exponen rápidamente. Un cierto número de acontecimientos tiene así una existencia eclíptica ,olvidados, familiares y sorprendentes a la vez, tal como la guerra del Golfo, la crisis irlandesa, los atentados en el país vasco o las matanzas en Argelia. No sabemos muy bien por donde vamos, pero vamos y cada vez más rápido.La velocidad de los medios de transporte y el desarrollo de las tecnologías de comunicación nos dan la sensación que el planeta se encoge. La aparición del cyberespacio marca la prioridad del tiempo sobre el espacio. Estamos en la edad de la inmediatez y de lo instantáneo. La comunicación se produce a la velocidad de la luz. Así, pues, nuestro dominio del tiempo reduce nuestro espacio. Nuestro "pequeño mundo" basta apenas para la expansión de las grandes empresas económicas, y el planeta se convierte de forma relativamente natural en un desafío de todos los intentos "imperiales".El urbanista y filósofo Paul Virilio, en muchos de sus libros, se preocupó por las amenazas que podían pesar sobre la democracia, en razón de la ubicuidad y la instantaneidad con las que se caracteriza el cyberespacio. Él sugiere que algunas grandes ciudades internacionales, algunas grandes empresas interconectadas, dentro de poco, podrán decidir el porvenir del mundo. Sin necesariamente llevar tan lejos el pesimismo, podemos ser sensibles al hecho de que en el ámbito político también los episodios locales son presentados cada vez más como asuntos "internos", que eventualmente competen al "derecho de injerencia". Queda claro que el estrecha-miento del planeta (consecuencia del desarrollo de los medios de transporte, de las comunicaciones y de la industria espacial) hace cada día más creíble (y a los ojos de los más poderosos más seductora) la idea de un gobierno mundial. El Mundo Diplomático del mes pasado comentaba, bajo la pluma, por cierto muy crítica de un profesor americano de la universidad de San Diego, las perspectivas para el siglo que viene trazadas por David Rothkopf, director del gabinete de consultorías de Henri Kissinger. Las palabras de David Rothkopf en el diario Foreign Policy hablan por sí mismas:"Compete al interés económico y político de los Estado Unidos el vigilar que si el mundo opta por un idioma único, éste sea el inglés; que si se orienta hacía normas comunes tratándose de comunicación, de seguridad o de calidad, sean bajo las normas americanas; que si las distintas partes se unen a través de la televisión, la radio y la música, sean con programas americanos; y que, si se elaboran valores comunes, estos sean valores en los cuales los americanos se reconozcan".En realidad, no hay aquí nada de extraordinario ya que las tentaciones imperiales no fechan de hoy ni incluso de ayer, pero el hecho notable es que el dominio imaginado ahora es planetario y que los medios de comunicación constituyen su arma principal.Ahora bien, el tercer término por el cual podríamos definir la sobremoderni-dad consiste en la individualización pasiva, muy distinta del individualismo con-quistador del ideal moderno: una individualización de consumidores cuya aparición tiene que ver sin ninguna duda con el desarrollo de los medios de comunicación. Durkheim, a principios de este siglo, lamentaba ya la debilitación de lo que llamaba los "cuerpos intermediarios": englobaba bajo este término las instituciones mediadoras y creadoras de lo que llamaríamos hoy en día el "nexo social", tales como la escuela, los sindicatos, la familia, etcétera. Una observación del mismo tipo podría ser formulada con más insistencia hoy, pero sin duda podríamos precisar que son los medios de comunicación los que sustituyen a las mediaciones institucionales.La relación con los medios de comunicación puede generar una forma de pasividad en la medida en que expone cotidianamente a los individuos al espectáculo de una actualidad que se les escapa; una forma de soledad en la medida en que los invita a la navegación solitaria y en la cual toda telecomunicación abstrae la relación con el otro, sustituyendo con el sonido o la imagen, el cuerpo a cuerpo y el cara a cara; en fin, una forma de ilusión en la medida que deja al criterio de cada uno el elaborar puntos de vista, opiniones en general bastante inducidas, pero percibidas como personales.Por supuesto, no estoy describiendo aquí una fatalidad, una regla ineluctable, pero sí un conjunto de riesgos, de tentaciones e incluso de tendencias. Tiempo atrás, la prensa escribió sobre una parte de la juventud japonesa, la cual, a través de los medios de comunicación, llegaba hasta el aislamiento absoluto. Despolitizados, poco informados sobre la historia del Japón, naturalmente opuestos a la bomba atómica y tentados a huir en el mundo virtual, los otaku (es así como los llaman) se quedan en su casa entre su televisor, sus vídeos y sus ordenadores, dedicándose a una pasión monomaníaca con un fondo de música incesante. Un informe americano muy fundamentado dio a conocer recientemente el sentimiento de soledad que invade a la mayoría de los internautas.En cuanto a la individualización de los destinos o de los itinerarios, y a la ilusión de libre elección individual que a veces la acompaña, éstas se desarrollan a partir del momento en el que se debilitan las cosmologías, las ideologías y las obli-gaciones intelectuales con las que están vinculadas: el mercado ideológico se equi-para entonces a un selfservice, en el cual cada individuo puede aprovisionarse con piezas sueltas para ensamblar su propia cosmología y tener la sensación de pensar por sí mismo.Pasividad, soledad e individualización se vuelven a encontrar también en la expansión que conocen ciertos movimientos religiosos que supuestamente desarrollan la meditación individual; o incluso en ciertos movimientos sectarios. Significativamente, me parece, las sectas pueden definirse por su doble fracaso de socialización: en ruptura con la sociedad dentro de la cual se encuentran (lo que basta para distinguirlas de otros movimientos religiosos), fracasan también a la hora de crear una socialización interna, ya que la adhesión fascinada por un gurú la reemplaza y se revela a menudo incapaz de asegurar de forma duradera en la reunión de algunos individuos ¾o más bien la agregación que toma la apariencia de reunión, un mínimum de cohesión. El suicidio colectivo, desde esta perspectiva, es una salida pre-visible: el individuo que rechaza el nexo social, la relación con el otro, ya está simbólicamente muerto.Los no-lugaresPaso ahora al segundo movimiento anunciado, paralelo al primero, el paso de los lugares a los no-lugares.Para la antropología, el lugar es un espacio fuertemente simbolizado, es decir, que es un espacio en el cual podemos leer en parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que comparten. Tenemos todos una idea, una intuición o un recuerdo del lugar entendido de esta manera. Es, por ejemplo, el recuerdo del pueblo familiar donde pasábamos las vaca-ciones o también un recuerdo literario. Pienso en Combray (Combray-Iliers) de Proust y en el conocimiento que Francoise, la sirvienta de la familia del narrador, tiene de todos sus habitantes: después de una minuciosa observación de los espa-cios prácticamente asignados a cada uno en el espacio aldeano, y hasta en la iglesia, ella le da un sentido al más ínfimo desplazamiento de cualquiera. El lugar, en este sentido, para usar una expresión del filósofo Vincente Descombes en su libro sobre Proust, es también un "territorio retórico", es decir, un espacio en donde cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de puntos de referencias espaciales, sociales e históricos: todos los que se reconocen en ellos tienen algo en común, comparten algo, independientemente de la desigualdad de sus respectivas situaciones. La vida, la vida individual, no es necesariamente fácil en un lugar tal; tiene sentido pero carece de libertad, y por eso se concibe que en distintos países y en distintas épocas el paso de la aldea a la ciudad haya podido ser vivido como una liberación.Los antropólogos estudiaron tales lugares. "Desde la aparición del lenguaje, escribió L.S., hizo falta que el universo significara". Hizo falta, en otros términos, reconocerse en el universo antes de conocer algo, ordenar y simbolizar el espacio y el tiempo para dominar las relaciones humanas. Entre paréntesis, y a pesar de los progresos fantásticos de la ciencia, este diálogo entre sentido y conocimiento, entre simbolismo y saber no está a punto de desaparecer, ya que las relaciones entre hu-manos no pueden depender enteramente de la ciencia o del saber. Así, pues, los antropólogos estudiaron, en las sociedades que llamamos tradicionales, cómo la iden-tidad, las relaciones sociales y la historia se inscribían en el espacio.En África, como en Asia, en Oceanía o en América, ni la distribución de las aldeas ni las pautas de residencia, ni tampoco las fronteras entre lo profano y lo sagrado están dejadas al azar. No nacemos dondequiera, no vivimos en cualquier lugar (y hemos inventado palabras sabias para referirnos a la residencia en casa del padre, de la madre, del tío, del marido o de la mujer: patrilocalidad, matrilocalidad, avuncolocalidad, virilocalidad o uxorilocalidad). Incluso las poblaciones nómadas tienen una relación muy codificada con el espacio. Así, los Tuaregs no sólo tienen, naturalmente, itinerarios fijos y señalizados sino que también, en cada una de sus paradas, las tiendas de campaña son distribuidas en un orden determinado. Esta preocupación por dar sentido al espacio en términos sociales puede también aplicarse a la casa. Jean-Pierre Vernant nos ha recordado que los griegos de la época clásica distinguían el hogar, centro de la morada y asiento femenino de Hestía, del umbral espacio de Hermes, zona masculina y abierta al exterior. El cuerpo mismo en algunas culturas está considerado como un receptáculo de ciertas presencias an-cestrales y se divide (es el caso en ciertas culturas del Sur de Togo y de Benin) en zonas, objeto de curas especiales o de ofrendas específicas.Así, al definir el lugar como un espacio en donde se pueden leer la identidad, la relación y la historia, propuse llamar no-lugares a los espacios donde esta lectura no era posible. Estos espacios, cada día más numerosos, son:· Los espacios de circulación: autopistas, áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas...· Los espacios de consumo: super e hypermercados, cadenas hoteleras· Los espacios de la comunicación: pantallas, cables, ondas con apariencia a veces inmateriales.Podemos pensar, por lo menos en un primer nivel de análisis, que estos nuevos espacios no son lugares donde se inscriben relaciones sociales duraderas. Sería, por ejemplo, muy difícil hacer un análisis en términos durkheimianos de una sala de espera de Roissy: salvo excepción, por suerte siempre posible, los individuos se mueven sin relacionarse, ni negociar nada, pero obedecen a un cierto número de pautas y de códigos que les permiten guiarse, cada uno por su lado. En la autopista, sólo veo del que me adelanta un perfil impasible, una mirada paralela, y luego cuando lo tengo delante el pequeño intermitente rojo que encendió casi sin pensarlo.Estos no-lugares se yuxtaponen, se encajan y por eso tienden a parecerse: los aeropuertos se parecen a los supermercados, miramos la televisión en los aviones, escuchamos las noticias llenando el depósito de nuestro coche en las gasolineras que se parecen, cada vez más, también a los supermercados. Mi tarjeta de crédito me proporciona puntos que puedo convertir en billetes de avión, etcétera. En la so-ledad de los no-lugares puedo sentirme un instante liberado del peso de las relaciones, en el caso de haber olvidado el teléfono móvil. Este paréntesis tiene un per-fume de inocencia (en francés se puede jugar con la palabra "no-lugares"), pero no nos imaginamos que pueda prolongarse más allá de unas horas. La versión negra de los no-lugares serían los espacios de tránsito donde nos eternizamos, los campos de refugiados, todos estos campos de fortuna que reciben una asistencia humanitaria, y donde los lugares intentan recomponerse.Los no-lugares, entonces, tienen una existencia empírica y algunos geógra-fos, demógrafos, urbanistas o arquitectos describen la extensión urbana actual co-mo suscitando espacios que, si se retiene la definición que propuse, son verdaderos no-lugares. Hervé Le Bras, en su libro La planète au village [El planeta en la aldea], destaca que vivimos una era de extensión urbana tan desarrollada que hace estallar los límites de la antigua ciudad: un tejido más o menos desorganizado se despliega a lo largo de las vías de comunicación, de los ríos y de las costas. Habla en este contexto de "filamentos urbanos" y toma como ejemplo a la red urbana que se extiende sin interrupción de Manchester a la llanura del Pô, y a la cual los geó-grafos dieron el nombre de "banana azul" para describir la dispersión tan peculiar que se ve en las fotografías tomadas de noche por los satélites. Augustin Berque, en su libro Du geste à la cité [Del gesto a la ciudad], demostró como la ciudad de To-kio perdió su inscripción en el paisaje mientras desaparecían también sus lugares de sociabilidad interna. Hasta hace poco, uno de los elementos del gran paisaje (el Monte Fuji o el mar) se percibía siempre desde cualquier calle. Pero la construc-ción de grandes edificios suprimió estos puntos de vista. Por otro lado, las últimas callejuelas o callejones sin salida que creaban lugares de encuentro, de intercambio y de charlas, alrededor de los talleres y de los colmados, desaparecían bajo el efecto de la misma transformación.El arquitecto Rem Koolhass propuso la expresión de "ciudad genérica" para designar el modelo uniforme de las ciudades que se encuentran hoy en día por do-quier en el planeta. La ciudad genérica, escribe él, "es lo que queda una vez que unos vastos lienzos de vida urbana hayan pasado por el cyberespacio. Un lugar donde las sensaciones fuertes están embotadas y difusas, las emociones enrareci-das, un lugar discreto y misterioso como un vasto espacio iluminado por una lám-para de cabecera". Y añade: "...el aeropuerto es hoy día uno de los elementos que caracteriza más distintivamente a la Ciudad Genérica [...] Es, por otra parte, un im-perativo, ya que el aeropuerto es más o menos todo lo que un individuo medio tienen la oportunidad de conocer de la mayoría de las ciudades [...] el aeropuerto es un condensado a la vez de lo hiperlocal y de lo hipermundial: hipermundial porque propone mercancías que ni se encuentran en la ciudad, hiperlocal porque en él se proporcionan productos que no existen en ninguna otra parte".Es necesario aclarar que la oposición entre lugares y no-lugares es relativa. Varía según los momentos, las funciones y los usos. Según los momentos: un esta-dio, un monumento histórico, un parque, ciertos barrios de París no tienen ni el mismo cariz, ni el mismo significado de día o de noche, en las horas de apertura y cuando están casi desiertos. Es obvio. Pero observamos también que los espacios construidos con una finalidad concreta pueden ver sus funciones cambiadas o adaptadas. Algunos grandes centros comerciales de las periferias urbanas, por ejemplo, se han convertido en puntos de encuentro para los jóvenes que han sido atraídos, sin duda, por los tipos de productos que se pueden ver (televisión, ordena-dores, etcétera, que son el medio de acceso actual al vasto mundo); pero, más aún, empujados por la fuerza de la costumbre y la necesidad de volver a encontrase en un lugar en donde se reconocen. Finalmente, está claro que es también el uso lo que hace el lugar o el no-lugar: el viajero de paso no tiene la misma relación con el es-pacio del aeropuerto que el empleado que trabaja allí cada día, que encuentra a sus colegas y pasa en él una parte importante de su vida.La definición del espacio está, en consecuencia, en función de los que viven en él. En una tesis que dio lugar a un libro, Coeur de Banlieue [Corazón de subur-bio], uno de mis antiguos estudiantes describió cómo en Courneuve, en la ciudad de los 4000, los más jóvenes (entre 10 y 16 años) constituían bandas que se apropia-ban del territorio de su ciudad, lo defendían eventualmente contra otras bandas y hacían cumplir a los nuevos miembros unos ritos iniciáticos que siempre estaban relacionados con el dominio lúdico y simbólico del lugar. En este caso deberíamos hablar, más bien, de superlocalización. En la televisión, en directo, hasta vimos a adultos llorar delante del espectáculo del derrumbamiento de las "barras" (grandes edificios de los suburbios), en las cuales habían vivido. Si bien estos grandes gru-pos de vivienda podían parecer deplorables a los observadores foráneos, para otros habían sido, mal que bien, un lugar de vida.La superlocalización puede ser vinculada a fenómenos de exclusión o de marginación. Sabemos que los jóvenes de los suburbios "se precipitan" sobre París el sábado por la noche, y más precisamente a ciertos barrios ¾la Bastille, le Fo-rum des Halles, Les Champs Elysées, que, sin duda, les parecen condensar la quintaesencia del "espectáculo" urbano y donde tienen la oportunidad de ver, y eventualmente, de experimentar los aparatos que dan acceso al mundo de la infor-mación y de la imagen. Tal vez vamos hoy en día a ver de los escaparates de las tiendas de televisores y de ordenadores como íbamos antes, en mi pueblo bretón, a la orilla del mar para soñar con partidas y viajes. El "fuera del lugar" de una ciudad, la capital, de la cual sólo son captados por definición sus reflejos, sería la contra-partida del "super-lugar" de la metrópoli.Al hablar del espacio estamos naturalmente inducidos a hablar de la mirada, no sin identificar, a este respecto, un peligro, un riesgo. Toda superlocalización conlleva el peligro de ignorar a los otros, los del exterior inmediato, de desimbolizar, en este sentido, la relación social, y, más aún, de obviarla por tener sólo acceso, a través de las imágenes, aun mundo soñado o fantaseado. Lejos de reservar este riesgo sólo a nuestros suburbios, pienso que es el riesgo de todos en distintos gra-dos. Pero la aparición en algunos continentes de barrios privados, hasta ciudades privadas, y en todas las grandes ciudades del mundo de edificios superprotegidos con sus puentes levadizos electrónicos, demuestra que para muchos, lo que llama-mos la planetarización, corresponde a un intento contradictorio, y en ciertos aspec-tos un poco irrisorio, de conciliar el repliegue del cuerpo al abrigo de fronteras estrechas y el vagabundeo de la mirada a través de las imágenes del mundo o el mun-do de las imágenes: ¿no es, después de todo, la actitud del que se duerme en el hue-co de su cama para soñar con lo vivido el día anterior?De lo real a lo virtualAlcanzamos aquí, me parece, el punto central de nuestro tema. Más allá de nuestros interrogantes en cuanto a las mutaciones del tiempo y del espacio, se trata de la re-lación que mantenemos con lo real, concebido él mismo como problemático, ya que nos atrevemos a hablar del paso de lo real a lo virtual.En primer lugar dos precisiones:El término "virtual" se utiliza hoy en día de manera poco clara. Las imágenes llamadas virtuales no lo son en calidad de imágenes. Por esta razón, son eminentemente actuales, y algunas realidades que representan son, además, también actuales. Al contrario, todas las ficciones a las cuales dan forma, todos los "mundos" que representan (como en los video-juegos) no son forzosamente "virtuales" si no tienen ninguna oportunidad, ninguna posibilidad de hacerse "actuales" o de realizarse, mientras no sean realidades "en potencia" (pensamos aquí en la definición del Li-ttré. Virtual: "Que resulta sólo en potencia y sin efecto actual"). En cambio, lo que es virtual, y podría ser una amenaza, es el efecto de la fascinación absoluta, de devolución reciproca de la imagen a la mirada y de la mirada a la imagen que el desa-rrollo de las tecnologías de la imagen puede generar.En este punto, una segunda precisión tal vez sea necesaria. No tengo ninguna intención de disertar contra la imagen y las tecnologías de la comunicación (esto no tendría sentido). Subrayar los peligros que comportan la alienación progresiva a una tecnología, las confusiones inducidas por el peso de la pereza y de la costumbre, intentar reconocer la fuerza y los efectos de la ilusión, es más bien recordar que la imagen, por más sofisticada que pueda ser, sólo es una imagen, es decir, un me-dio de ilustración, a veces de exploración, a menudo de comunicación o también de distracción. Marx decía que las relaciones con la naturaleza correspondían en última instancia a relaciones entre los hombres; podríamos más evidentemente, y con más razón, decir lo mismo de las relaciones con las imágenes.Quisiera entonces enumerar rápidamente todas las ambigüedades de nuestra relación con la imagen antes de sugerir en qué condiciones puede no ser un obstá-culo a la libre construcción de nuestras identidades individuales y colectivas. Por-que es aquí, creo yo, donde radica el desafío esencial de nuestro futuro.La imagen recibida o percibida, sobretodo la que difunden nuestros televiso-res, tiene varias características.·Iguala acontecimientos: millones de muertos en Afganistán; nuevo fracaso del París Saint-Germain.·Iguala personas: las figuras de la política, las estrellas del espectáculo, del deporte y de la televisión misma, pero también las muñecas y otros títeres que se pegan a la piel de los que caricaturizan, o incluso los personajes ficticios de algunos culebrones que nos parecen más reales que los actores. Esta igualación no es ino-cente en la medida que dibuja los contornos de un nuevo Olimpo, cercano pero inaccesible como un espejismo del que reconocemos los héroes y los dioses sin realmente conocerlos.·Hace incierta la distinción entre lo real y la ficción. Los acontecimientos están concebidos y escenificados para ser vistos en la televisión. Lo que veíamos de la guerra del Golfo tenía la apariencia de un video juego. El desembarco a Somalia se hizo a la hora anunciada, como cualquier otro espectáculo, delante de centenares de periodistas. Si la vida política internacional, hoy día, a menudo tiene aspectos de "culebrón" es sin duda, ante todo, porque debe ser llevada a la pantalla, por múlti-ples razones, en las cuales intervienen tanto los cálculos tácticos de los actores co-mo las expectativas o costumbres de los espectadores.Las mediaciones políticas están sometidas así al ejercicio mediático. Algunos ven en la televisión de hoy el equivalente del ágora griega, pero quizá infravaloran la pasividad que conlleva la definición del ciudadano como espectador.Otro efecto deletéreo de la poderosa presencia [prégnance] de la imagen, bien podría ser equiparado con lo que, a propósito de otras drogas livianas, llama-mos adicción. La adicción a la imagen aísla al individuo y le propone simulacros del prójimo. Más estoy en la imagen, menos invierto en la actividad de negociación con el prójimo que es en la reciprocidad, constitutiva de mi identidad. La relación simbólica de la que hablaba al principio, y que en todas las sociedades es a la vez objeto y desafío de la actividad ritual, implica esta doble actividad de reconoci-miento del prójimo y de la reconstrucción de sí mismo. Las imágenes, en esta actividad eminentemente social, pueden tener un papel decisivo, un papel mediador, por eso se utilizaron en las empresas de conquista y de colonización cuya historia nos proporciona muchos ejemplos. Así las órdenes mendicantes, y luego los jesuitas, para convertir a los indios de México empezaron a sustituir sus imágenes, las de una tradición azteca muy rica en este ámbito, por las del barroco cristiano y castellano. Esta "guerra de imágenes", para tomar el ti-tulo del libro del especialista en historia de México Serge Gruzinski, duró siglos, y aún hoy en día no está del todo acabada cuando desde hace algunos años el evan-gelismo protestante de origen norteamericano empieza, no sin éxito, a erradicar to-da referencia a las imágenes católicas o paganas, y conduce, con menos ruido, a una nueva guerra de religión que se extiende a todos los continentes, sobretodo con pantallas superpuestas, porque, si bien denuncian la imaginería católica o los fetiches paganos, los evangelistas no odian ni el espectáculo, ni la pantalla.El hecho nuevo hoy en día, y aquí radica el problema, es que a menudo la imagen ya no representa un papel de mediación con el otro, pero sí se identifica con él. La pantalla no es un mediador entre yo y los que me presenta. No crea reci-procidad entre ellos y yo. Los veo pero ellos no me ven. Esta mediación naturalmente puede existir en otra parte; puedo tener un nexo familiar, político, amistoso o intelectual con los que veo en la pantalla. La molestia empieza cuando el simulacro se instala, cuando la ficción hace las veces de real, cuando todo pasa como si no hubiera otra realidad que la de la imagen.Ahora bien, este fenómeno de sustitución de la realidad por la imagen, que inicialmente suponía representar o ilustrarla, es muy generalizado hoy en día, y to-maré, para acabar, un ejemplo de ello que no es directamente o estrictamente ni político ni mediático. El mundo es recorrido hoy en día por flujos de población que esencialmente van en sentidos contrarios: los inmigrantes a los que sus dificultades económicas precipitan hacía un mundo occidental, que tienden a mitificar; los turistas, con el ojo pegado a sus cámaras y encandilados, recorren los países que a menudo son aquellos de donde parten los inmigrantes. No es cierto que, recorrien-do el mundo, fotografiándolo y filmándolo, no encontremos esencialmente en nuestros viajes, como en el famoso albergue español, lo que nosotros mismos ha-bíamos llevado allí: imágenes y sueños.Poco tiempo atrás, Disney Corporation ganó un concurso organizado por el ayuntamiento y el Estado de Nueva York para la edificación de un hostal, un centro comercial y de ocio en Times Square, así como la remodelación del barrio. Lo que más destaca en el proyecto de los arquitectos de Disney es que instala el mundo de Superman, con su arquitectura caótica y atravesada por rayos galácticos, en el cora-zón de la ciudad, como componente normal de ella. Algunos periodistas notaron que el nuevo Times Square era fiel a la estética de los centros de ocio ya instalados en Estados Unidos. Fuera de los debates sofisticados sobre el sentido de la obra, el efecto Disney se toma en serio y se constituye en autoreferencia para el futuro. Se riza así el rizo: de un estado en el cual la ficción se nutría de la transformación imaginaria de lo real, hemos pasado a un estado en el cual lo real se esfuerza en reproducir la ficción. Bajo este diluvio de imágenes, ¿queda aún sitio para la imaginación?Hay que concluir, y tal vez matizar o corregir, el sentimiento de pesimismo un poco distante que pueda advertirse en mis palabras. No me siento, propiamente dicho, ni distante ni pesimista; quisiera convencerlos formulando dos observacio-nes y contándoles una anécdota.La primera observación es que la sociología real, o si lo preferimos, la sociedad real, es más compleja que los modelos que intentan dar cuenta de ella.Digamos que en la realidad concreta, los elementos que justifican o dirigen la elaboración de modelos interpretativos no se excluyen sino que se sobreañaden. En la realidad, tal como la podemos observar concretamente, nunca hubo desencanto del mundo, nunca hubo muerte del Hombre, fin de grandes relatos o fin de la histo-ria, pero hubo evoluciones, inflexiones, cambios y nuevas ideas, a la vez que reflejos y motores de cambios. No se debe confundir la historia de las ideas ni la de las técnicas con la historia a secas. Estemos tranquilos: la historia continúa. Quizá in-cluso, en un sentido (si prestamos atención al hecho de que desde ahora su hori-zonte es el planeta en su totalidad), podamos adelantar que es sólo ahora que co-mienza, que sólo ahora sale de la prehistoria.Si la realidad de hoy tiene a menudo la apariencia de un espectáculo, de una película o de un show, si podemos tener la sensación de que por la extensión de los espacios de anonimato, de los espacios de la imagen y de la comunicación, la histo-ria condena a muchos humanos a la soledad, y por la globalización de la economía a muchos también (a menudo son los mismos) a la exclusión. Sin embargo, pode-mos sin duda sacar fruto de una lección que autoriza, me parece, la experiencia an-tropológica: el individuo solo es inimaginable y su existencia imposible. Salvo al-gunas excepciones, los humanos no se perderán en el centelleo de los medios de comunicación. Y tanto si se confirma el sentimiento de déficit simbólico, de debili-dad social que nos invade a veces (pero ya Durkheim...), podemos estar seguros de que unas recomposiciones simbólicas y sociales se operarán por vías múltiples e invisibles. Sí, para lo mejor y para lo menos bueno, la historia continúa.Sin duda la historia de mañana, como ya la de hoy, será recorrida por una doble tensión, entre sentido y ciencia, por un lado, soledad y solidaridad, por el otro. La ciencia, al contrario del mito y de la ideología, no tiene nada para tranqui-lizarnos: avanza desplazando las fronteras de lo desconocido, y está claro que hoy en día resucita vértigos pascalianos al descubrir en la intimidad del individuo la suma de sus determinantes (estamos cartografiando el genoma humano), justo en el momento en el cual la astrofísica vuelve a actualizar la idea de lo infinitamente grande.No estamos más en la época del totemismo y de los símbolos elementales, en la época donde la naturaleza proporcionaba fácilmente un lenguaje a la organiza-ción de los hombres. Pero hay que vivir, seguir "cultivando nuestro huerto", como decía Voltaire, y para eso afrontar la necesidad de lo social, pensar lo cotidiano a una escala humana, es decir, en algún sitio entre el individuo y lo infinito: no reela-borar lo social.La historia de ahora en adelante (y es un hecho sin precedentes) será cons-cientemente la del planeta percibido como planeta, como minúsculo elemento de un sistema entre una infinidad de otros sistemas. Pero por esta misma razón, la aventu-ra, mañana, seguirá siendo una aventura identitaria: la relación entre unos y otros será más que nunca un desafío.Hace algún tiempo tuve la suerte de tratar mucho con un grupo de indios ya-ruro-pumé en la frontera de Venezuela y Colombia. Aislados, casi sin recursos, es-tos indios celebraban casi cada noche una ceremonia, el Tôhé, durante la cual un chamán viaja soñando a la casa de los dioses. Por la mañana cuenta su viaje, que a menudo tiene una meta concreta (pedir la opinión de un dios, recuperar el alma robada de un hombre o de una mujer enfermos, tener noticias de un muerto), y describe el país de los dioses.Este país es una ciudad donde circulan coches silenciosos entre las altas construcciones iluminadas. En los cruces, la comida y las bebidas son entregadas a discreción. Total, este mundo de dioses es una imagen magnificada de Caracas ¾donde estos pumé nunca han ido, pero de la cual han recolectado algunos ecos o algunas imágenes interrogando a visitantes u hojeando revistas encontradas.Así, nuestras ciudades han invadido el imaginario de estos indios. Pero son ciudades de ensueños, en su doble sentido. En la realidad, cuando algunos de estos pumé dejan su campamento, paran a las puertas de la ciudad, en las chabolas donde los televisores les proponen, a todas horas, sustitutos a las imágenes de sus sueños, ficciones abandonadas por sus dioses. El sueño y la realidad se degradan conjunta-mente. Las ciudades de los sueños indios no son más reales que los indios de los sueños occidentales y juntos se desvanecen. Pero este doble malentendido demues-tra, a su manera, que nos hemos vuelto todos (trágicamente, desigualmente, pero ineluctablemente) contemporáneos. Es la historia de esta contemporaneidad, rica en esperanzas y cargada de contradicciones, la que hoy empieza.
jueves, 5 de febrero de 2009
LA SEMIOSIS
La semiosis: un modelo dinámico y formal de análisis del signo*
Por Mª Uxía Rivas MonroyNúmero 21
1. Introducción
La relación entre comunicación y semiótica es ya bien conocida, pues la semiótica, definida por Morris como la ciencia de la semiosis[1], extiende su ámbito de estudio no sólo a los signos y sus significados, no sólo a los sistemas en los que los signos se organizan, sino también a los distintos usos que hacemos de los signos, y, en definitiva a cómo nos comunicamos con ellos[2]. Así pues, la semiótica tiene por objeto estudiar no solo qué son los signos, su naturaleza, sus clases y tipos, sino también, y muy especialmente, la función del signo como instaurador de sentido y facilitador de relaciones comunicativas, y, por lo tanto, como configurador de cultura[3]. De este modo los fenómenos característicos del estudio semiótico son la significación y la comunicación. Pero, para enfrentarse con el estudio de la comunicación es preciso abordar de la manera más sistemática posible la dilucidación de una serie de nociones fundamentales que caracterizan a los elementos que intervienen en ella, tales como signo, canal, código, información, contexto, emisor/destinatario, etc., es decir, hay que aclarar la naturaleza, la función y la interrelación de los elementos que forman parte del proceso comunicativo.
Como ya señaló U. Eco[4], es posible estudiar la significación de manera autónoma e independiente de la comunicación, mas aunque esto sería posible desde el punto de vista teórico, no parece ni apropiado ni rentable. Sin embargo, tanto el estudio de la comunicación como su realización efectiva se apoyan necesariamente en la significación, pues para que la comunicación tenga lugar se necesita transmitir un mensaje elaborado a base de signos. Por consiguiente, aclarar la naturaleza del signo es básico para aclarar también la naturaleza de la comunicación.
En este trabajo no me voy a ocupar de definir en qué consiste la comunicación, o de si la comunicación entre máquinas también es comunicación o sólo paso de información, o de analizar todos y cada uno de los elementos que forman parte del acto comunicativo. Mi interés se va a centrar sólo en uno de esos elementos, a saber, el signo. Por ello, intentaré presentar de forma breve la doctrina de Peirce sobre la semiosis, es decir, sobre el proceso en el que algo funciona como signo, comentando sus peculiaridades y destacando lo que me parece más significativo de su concepción frente a otras semejantes. Así, aunque hablar de la semiosis, o de los signos en general, pueda parecer alejado en un principio de la comunicación, creo que, por lo dicho unas líneas más arriba, está suficientemente claro que no es el caso.
2. La justificación del modelo triádico en Peirce
Todo el pensamiento y toda la producción intelectual de Peirce se articula en torno a tres categorías básicas: primeridad [Firtness], segundidad [Secondness] y terceridad [Thirdness]. Son innumerables los textos en los que Peirce describe de una manera u otra estos elementos, y también son variadas las terminologías que emplea para hablar de ellas (primano, segundano, terciano). Los nombres de primeridad, segundidad y terceridad son sumamente genéricos, simples y, en principio, no parecen indicar nada más que la relación de orden que se establece entre ellos; así, un primero no necesita nada más que de sí mismo para ser; un segundo precisa necesariamente de un primero para ser, pues sin la referencia a un primero no habría un segundo. Un tercero es lo que establece la relación entre un primero y un segundo, en este sentido un tercero es siempre un mediador. Peirce llega al convencimiento –después de estudiar el tema “desde todos los puntos de vista” y durante “cuarenta años” (CP 8.331)—, de que la segundidad es inapropiada para abarcar todo lo que está en la mente y de que es inferior en sus aplicaciones a la terceridad, ya que las combinaciones de relaciones para formar otras nuevas son siempre relaciones triádicas irreductibles a relaciones diádicas.
Sin embargo, estas categorías, que Peirce denominó “cenopitagóricas” (1ª, 2ª e 3ª)[5] representan respectivamente ciertas ideas, tales como: la cualidad, el hecho y la ley; o la posibilidad, la acción bruta y la razón; o la sensación, la existencia, y la necesidad; o la idea, la realidad y el pensamiento; o la cualidad, la reacción y la representación; etc. El eje o la clave de toda la reflexión peirceana lo constituyen, pues, estas categorías cenopitagóricas, ya que ellas articulan la semiosis, la división de la semiótica y la división de los tipos de signo.
La preocupación por las categorías, esto es, la preocupación por establecer aquellos conceptos que reducen la multiplicidad de las impresiones sensibles a una cierta unidad, y el estudio de la presencia de estas categorías en el pensamiento, en la naturaleza y en la experiencia era ya un tema clásico en filosofía[6]. En definitiva, y como comenta P. Castrillo en su introducción al libro de Peirce Escritos lógicos: “Peirce suscribe la tesis kantiana de la teoría arquitectónica del conocimiento, tomando de él la idea de que la lógica fundamenta la posibilidad de todo conocimiento o de que de ella tiene que derivarse el sistema de principios y categorías que forman la base de todo lo que puede conocerse”[7].
La importancia de la tríada en el pensamiento de Peirce es tal que, en unas notas inconclusas de 1910, cuando contaba 71 años, escribe precisamente sobre la “triadomanía” (CP 1.568-1.572), tratando de anticiparse a aquellas personas que tuvieran la sospecha de que él asocia con el número tres una suerte de superstición o caprichosa importancia, de tal manera que lo obliga a establecer divisiones. Según indica, estas divisiones no son mera superstición o capricho, ya que le parece que poseen una realidad objetiva de una manera innegable.
La aplicación de este esquema triádico es muy fructífera y da excelentes resultados explicativos. Como ya señalé, Peirce aplicó el modelo de la tríada a la semiosis, a la división de los signos, a la división de la semiótica. Podría intentarse aplicarlo igualmente al modelo comunicativo más básico o elemental. Dejaré este intento para un poco más adelante. Ahora me centraré en la concepción de Peirce de la semiosis.
3. La aplicación del modelo triádico a la semiosis
Lo primero que me gustaría destacar de la definición de Peirce de semiosis es que se trata de un proceso que involucra una serie de elementos. Por lo tanto, los signos no son objetos dados de antemano, sino que cualquier cosa puede funcionar como un signo si establece las relaciones pertinentes exigidas, a saber, la referencia a un objeto, y la mediación de un interpretante en esta referencia al objeto. Así pues la semiótica, o el estudio de los procesos de semiosis, se ocupa de todo lo que en un momento dado se encuentra en los vértices del triángulo semiótico, tanto por ser el vehículo sígnico o representamen, como por ser el objeto referido, o como por ser el interpretante mediador entre representamen y objeto.
Por consiguiente, para poder hablar de signo o de representación, según Peirce, se precisa algo material que vehicule la referencia de un objeto y que genere un interpretante:
Un Signo o Representamen es un Primero que está en una relación tríadica genuina tal con un Segundo, llamado su Objeto, que es capaz de determinar un Tercero, llamado su Intepretante, para que asuma la misma relación triádica con su Objeto que aquella en la que se encuentra él mismo respecto del mismo Objeto (CP 2.274) .
En el modelo semiótico propuesto por Peirce, para que algo funcione como signo debe ser requisito indispensable la existencia de estos tres elementos: representamen o signo, objeto e interpretante, que ocupan desde el punto de vista lógico el lugar de un primero, un segundo y un tercero respectivamente.
Hay que destacar también que el modelo de semiosis de Peirce no sólo es un modelo dinámico por implicar una relación entre tres elementos, sino que su dinamismo se pone muy especialmente de relieve al estar involucrada en todo proceso de semiosis la posibilidad de una nueva semiosis, pues el representamen determina al interpretante a que asuma la misma relación triádica en la que él mismo se encuentra con respecto a su objeto, es decir, determina al interpretante a que se comporte como un nuevo representamen de ese objeto:
Por consiguente, un signo es un objeto que, por una parte, está en relación con su objeto y, por la otra, con un interpretante, de tal modo que pone al interpretante en una relación con el objeto que corresponde a su propia relación con dicho objeto (CP 8.332).
Esto es importante porque expresa la condición necesaria para que el interpretante sea a su vez un representamen, (es decir, estar en relación con un objeto y establecer una mediación entre ellos a través del interpretante) y por lo tanto dé lugar a una nueva relación de significación o representación, es decir, de semiosis, y así indefinidamente, dando lugar a lo que se conoce como semiosis ilimitada:
[Signo es] Cualquier cosa que determina a alguna otra (su interpretante) para que se refiera a un objeto al cual ella misma se refiere (su objeto) de la misma manera; el interpretante se convierte a su vez en un signo, y así ad infinitum (CP 2.303).
La semiosis ilimitada está de acuerdo con el valor propio de la categoria de terceridad, en este caso en su acepción de continuo, o sinequismo, que tanta importancia tuvo en el pensamiento de Peirce. En este sentido el dinamismo del modelo se reflejaría en la posibilidad de continua referencia de unos signos a otros, aunque efectivamente, en el momento de uso del signo, esa semiosis ilimitada no se realice[8]. Pero el dinamismo del modelo de Peirce radica también en que para que algo sea signo, objeto o interpretante hay que tener en cuenta la posición lógica que cada uno de estos elementos ocupa en la semiosis. Es decir, el objeto del signo puede ser cualquier objeto que determina al signo a representarlo de una determinada manera. Dicho de otro modo, lo que en una semiosis era un primero –un representamen o signo— puede en otra semiosis ser un segundo –un objeto—, o en otra semiosis ocupar el lugar de un tercero –un interpretante—. Con lo cual cualquier cosa que funciona como signo o primero, puede en otro momento semiótico funcionar como objeto de la semiosis o segundo, o como interpretante o tercero. Desde el momento en que la realidad está semiotizada, todo puede ser signo, objeto o interpretante. El que sea uno u otro de los elementos de la semiosis depende de la posición lógica que ocupan en la misma, es decir, la posición de 1º, 2º o 3º; y por supuesto siempre deben estar presentes los tres elementos imprescindibles para que haya una relación semiótica genuina. Cualquier cosa puede funcionar como signo con tal de que genere un proceso de referencia a un objeto y determine a un interpretante.
4. El papel del objeto en la semiosis
La simplicidad de la semiosis, que establece la relación entre representamen, objeto e interpretante, es una simple apariencia; parte de su complejidad ya se puso de relieve al indicarse que toda semiosis determina una nueva relación sígnica, al menos en principio. Con respecto al objeto de la semiosis, las cosas tampoco son tan simples como parece sugerir la definición de semiosis. Para empezar Peirce distingue dos objetos del signo: el objeto dinámico y el objeto inmediato. El primero –denominado también objeto mediato[9]–es el objeto exterior al signo, es la realidad extralingüística a la que el signo se refiere; el objeto dinámico es “la Realidad que de alguna manera contribuye a determinar al Signo para su Representación” (CP 4.536). El objeto inmediato es el objeto interior al signo, el objeto tal y como es representado por el signo; en este sentido, y según Peirce, el ser del objeto inmediato depende de su representación en el signo. Esta denominación del objeto dinámico como objeto mediato parece sugerir que nuestro conocimiento del objeto exterior está siempre mediada por los signos; es decir, en la semiosis el objeto dinámico nunca es aprehendido o captado directamente, sino que lo es mediatamente a través de los interpretantes que tienen su origen en el objeto dinámico, es decir, en la referencia del representamen al objeto.
Para complicar aún más esta distinción, Peirce indica que el signo representa a su objeto no en todos sus aspectos, sino por referencia a una idea, que es el fundamento del signo, es decir, introduce un nuevo elemento explicativo. Este fundamento parece coincidir con esa manera particular en la que la realidad contribuye a determinar cómo el signo la va a representar. El fundamento parece ser la razón del objeto inmediato, la razón de cómo el signo representa la realidad de un modo parcial y perspectual, de cómo el signo se refiere a su objeto en algún aspecto o carácter[10].
La teoría de Peirce parece sugerir que la realidad sólo puede aprehenderse a través del signo, porque es una realidad ya semiotizada. Así pues la realidad se encuentra semiotizada a través de la lectura que el signo nos permite realizar de ella, ya que el signo representa al objeto dinámico de la única manera que es posible que lo represente, como objeto inmediato; objeto que es a su vez generador y determinador de interpretantes o nuevos representámenes del objeto dinámico.
La realidad extralingüística, exterior al signo, es la que determina al signo a que la represente de una determinada manera, y es de esta manera como accedemos y comprendemos esta realidad a la que los signos se refieren. Este proceso de semiotización parece sugerir un modelo dinámico, nuevamente triádico, en el que habría dos movimientos. Un movimiento externo al proceso de semiosis, cuya dirección es de afuera a adentro, en el que el objeto dinámico determina al signo a representarlo a partir del fundamento, dando lugar al objeto inmediato (dirección objeto-fundamento-signo); y otro movimiento interno al proceso de semiosis, que sería precisamente el inverso, cuya dirección es de dentro a afuera, en la que el objeto inmediato representa al objeto dinámico a través de la idea o fundamento del mismo (dirección signo-fundamento-objeto).
Lo interesante en la semiosis es que entre el signo y la realidad se da una relación de presencia/ausencia fundamental para comprender el carácter cognoscitivo y representativo del signo. Presencia porque la realidad, como objeto dinámico, está en el origen de este proceso, determinando cómo el signo ha de referirla (dirección externa del proceso de semiosis). Ausencia, porque el signo alude, indica, se refiere a ella como un objeto mediato y mediado por interpretantes (dirección int el interpretante es de naturaleza sígnica. Así pues, en el momento en que se encuentra en el proceso sígnico, la realidad pasa a ser objeto mediato, esto es, objeto sígnico, o en palabras de Peirce, objeto inmediato; el objeto en su totalidad y completud, en su ser total, sólo es apuntado y referido por el signo, esta totalidad y completud nunca puede ser descrita como tal, sólo puede ser indicada, referida[11].
5. El papel del interpretante en la semiosis
Al igual que sucedía con el objeto, el interpretante está lejos de ser una noción plana y sin vértices. El interpretante es quizás el elemento más importante de la semiosis en su calidad de tercero o mediador, y Peirce reconoce varios tipos de interpretantes. La clasificación más usual es la siguiente, aunque no es la única: inmediato, dinámico y final. El interpretante inmediato es un primero, una abstracción, una posibilidad, consiste en la interpretabilidad propia de cada signo, aun cuando éste no tenga un intérprete concreto, es, en palabras de Peirce, “la parte del efecto del signo que basta para que una persona pueda decir si el signo es o no es aplicable a algo que esa persona conozca suficientemente bien”; este interpretante viene a coincidir con lo que usualmente se denomina significado, aunque Peirce la asimilaba al sentido[12]. El interpretante dinámico es un segundo, un evento singular y real, relativo a los efectos directos realmente producidos por el signo, y experimentados en cada acto de semiosis; Peice lo equiparaba al significado. El interpretante final es un tercero, que representaría la culminación del proceso de semiosis y mostraría el efecto pleno y total del signo, y para Peirce se correspondía con la significación:
...[M]is tres grados de Interpretantes fueron obtenidos razonando, a partir de la definición de Signo, qué tipo de cosa debería ser relevante y, luego, buscándola. Mi Interpretante Inmediato está implícito en el hecho de que cada Signo debe tener su Interpretabilidad peculiar antes de obtener un Intérprete. Mi Interpretante Dinámico es aquel que es experimentado en cada acto de interpretación, y en cada uno de éstos es diferente de cualquier otro; y el Interpretante Final es el único resultado Interpretativo al que cada Intérprete está destinado a llegar si el Signo es suficientemente considerado. El Interpretante Inmediato es una abstracción: consiste en una Posibilidad. El Interpretante Dinámico es un evento singular y real. El Interpretante Final es aquel hacia el cual tiende lo real (C.S. Peirce, Obra lógico-semiótica, pág. 146).
En otros momentos Peirce habla de otros tipos de interpretante que califica de emocional, energético y lógico. De nuevo las categorías cenopitagóricas rigen esta clasificación: el interpretante emocional es un primero, y en este sentido es comparable a la sensación o sentimiento que el signo produce; el interpretante energético es un segundo y se identifica con la acción que provoca el signo; por último, el interpretante lógico es un tercero y equivale al hábito generado por el signo (CP 5.475).
Tanto el término “interpretante” como la “retórica pura” o “formal” que lo estudia suponen una concepción absolutamente propia y peculiar que no aparece reflejada en la “pragmática” de Morris, a diferencia de lo que sucede con las otras dos ramas en las que este autor divide la semiótica: sintaxis y semántica, las cuales recogen algunos aspectos significativos de la definición peirceana de gramática y lógica[13]. La retórica formal o pura es, según la concibe Ch. S. Peirce, la que trata de “las condiciones formales de la fuerza de los símbolos, vale decir, de su poder de apelar a una mente, o sea de su referencia en general a interpretantes” (CP 1.559), o también, la que se ocupa de las “leyes de la evolución del pensamiento” (CP 1.444). Por consiguiente, la retórica pura al estudiar las leyes de la evolución del pensamiento estudia ese proceso dinámico por el cual unos signos remiten continuamente a otros, constituyendo su descripción, explicación, definición. Los interpretantes son signos equivalentes a los representámenes, pero que pueden ampliar, detallar, desarrollar, condensar, etc. en la mente de las personas el representamen del que son interpretantes.
En la semiótica peirceana, la retórica pura concilia la semántica y la pragmática, precisamente gracias a la noción de interpretante. La lógica exacta ocupa en la división de Peirce el lugar propio de la segundidad, y es por tanto equivalente a la semántica extensional, esto es, aquella parte de la semiótica que trata de la referencia de los signos a sus objetos.
La retórica pura al estudiar la relación de los signos con sus interpretantes es equivalente a la semántica intensional, en el sentido de que los diferentes tipos de interpretante que Peirce distinguía, a saber, inmediato, dinámico y final pueden hacerse coincidir respectivamente con las nociones de sentido, significado y significación, según él mismo considera. Pero la retórica pura puede interpretarse igualmente como equivalente a la pragmática, al ocuparse del estudio de las condiciones necesarias de la transmisión de significado de una mente a otra, lo que sugiere ya la relación de los signos con sus usuarios.
La estrecha relación existente entre semántica y pragmática parece ser cada vez más evidente[14]. Las reflexiones sobre el significado llevadas a cabo recientemente parecen incidir en este punto[15]. Determinadas expresiones de la lengua como pronombres personales, demostrativos, y en general, los términos llamados indiciales –correspondientes a los índices peirceanos– exigen tener en cuenta el contexto y las circunstancias de emisión de los mismos, pues como expresiones típicas de la segundidad necesitan para su completo significado la proximidad del objeto.
La noción de “intérprete” no ocupa ningún lugar relevante en la retórica peirceana, a diferencia de lo que sucede con Morris, que explícitamente define la pragmática como la “la ciencia de la relación de los signos con sus intérpretes”[16]. Para este autor, la parte de la semiótica llamada semántica abarcaría tanto la denominada semántica extensional como la intensional, con lo cual queda libre la pragmática para estudiar la relación entre signos y usuarios.
Posiblemente Peirce no se interesó directamente por el intérprete a causa de su interés por los aspectos formales, puros o universales de la semiótica y sus ramas. Desde esta perspectiva la retórica estudia las condiciones formales o necesarias para la transmisión de signos, lo que no supone necesariamente la presencia de un intérprete. Por ejemplo, una condición necesaria de la terceridad, esto es, de la representación, y por lo tanto de cualquier proceso significativo o de semiosis, es que el representamen o signo genere en su referencia al objeto un tercero o intepretante, que a su vez es otro representamen, que se refiere al mismo objeto que el anterior signo del que él es interpretante. Esto es una condición general, formal y universal de la representación, y de la transmisión de significado, que no exige la presencia fáctica -ni siquiera postulada- del intérprete. De la dificultad que supone este enfoque era consciente el propio Peirce, cuando al indicar que el interpretante era el efecto que el signo determinaba “sobre una persona”, comentaba que este giro era “una forma de dádiva para el Cancerbero, porque he perdido las esperanzas de que se entienda mi concepción más amplia de la cuestión”[17].
Teniendo en cuenta todo lo que se acaba de indicar, y partiendo de que la definición usual de lo que sea la pragmática procede de Morris, surge una pregunta: ¿en qué sentido la retórica peirceana puede entenderse como pragmática? Por un lado, la noción de interpretante parece ligar la retórica pura más a la semántica que a la pragmática; por otro lado, la noción de intérprete, ineludible en la definición de pragmática propuesta por Morris, es prescindible en la retórica de Peirce.
Sin embargo, Morris afirma que “históricamente, la retórica puede considerarse como una forma restringida y temprana de pragmática”[18] y que el cambio de perspectiva que desvinculó a la retórica de la mente y del pensamiento particular, destacando la importancia de las reglas, se debe en gran medida a Peirce. Este autor, al llegar a “la conclusión de que, en último término, el interpretante de un símbolo ha de buscarse en un hábito ... allanó el camino al énfasis actual en las reglas de uso”[19]. Una regla pragmática es para Morris aquella que expresa las condiciones en las que se usan los signos. Así pues, los interpretantes son las reglas o hábitos que guían la conducta y que pueden ser establecidos por convención. Su vinculación con los usuarios es obvia para Morris: “La introducción de términos tales como ‘convención’, ‘decisión’, ‘procedimiento’, ‘regla’ implica la referencia a los usuarios de los signos además de a factores empíricos o formales”[20].
Morris es el que da el paso definitivo hacia la transformación de la retórica en pragmática. Este autor, en su caracterización del proceso de semiosis, aunque reconoce la importancia de la concepción triádica peirceana y, especialmente, de su carácter de mediación, se aleja de ella al introducir un cuarto elemento, que no es otro que el intérprete. Morris liga usualmente la noción de interpretante a la de intérprete, ya que en ocasiones define el interpretante como el hábito del organismo o del intérprete de responder, o también considera que “el interpretante del signo es parte de la conducta del individuo”[21], acercándose más con este enfoque al pragmatismo de James –más subjetivista y psicologista- que al de Peirce –más formal y abstracto.
Mientras que la definición del proceso en el que algo funciona como signo, esto es, la semiosis, es fundamentalmente lógica en Peirce, la definición de este mismo proceso es eminentemente conductista en Morris, como ya se indicó y él mismo reconoce. Para Peirce, representamen, objeto e interpretante son elementos definidos por su posición lógica –respectivamente, un primero, un segundo y un tercero –, que en los diferentes procesos de semiosis pueden intercambiarse, así por ejemplo el interpretante que es un tercero, puede pasar a ser un representamen que es un primero.
Finalmente, de la importancia del intérprete frente al interpretante en la concepción de Morris puede dar idea su mención de sólo tres correlatos: vehículo sígnico, designatum e intérprete, al hablar de la relación triádica de semiosis a partir de la cual va a establecer las dimensiones sintácticas, semánticas y pragmáticas de la semiosis.
6. propuesta de aplicación del modelo tríadico a la comunicación
Debido a que a Peirce le interesaba destacar los aspectos formales y generales de la representación, y en este sentido, las condiciones necesarias para que algo funcione como signo, sus reflexiones se centran en los aspectos fundacionales, esto es, en fundamentar en qué consiste ser un signo. Por ello, el uso efectivo de los signos, su intercambio en el proceso comunicativo no fue objeto de sus consideraciones, excepto como los efectos que los signos producen en una mente, y que queda recogido en sus clasificaciones de los interpretantes a las que ya aludí anteriormente; por eso, parte de los escasos comentarios de Peirce sobre la comunicación se sitúan en este contexto de los intepretantes y de la retórica (CP 6.158). Sin embargo parece totalmente legítimo extender su modelo triádico al análisis de la comunicación, aunque evidentemente el fundamento de la comunicación no es el mismo que el de la representación, y por ello la relación ausencia/presencia, característica del signo no se encontrará en la comunicación. Si la aplicación del modelo triádico funciona también en este caso, será una prueba más de lo fructífero que resulta.
Teniendo en cuenta que el modelo comunicativo más básico posible puede reducirse a una relación entre tres elementos, a saber, emisor, destinatario y mensaje[22], veamos hasta qué punto sería posible entender la posición de estos elementos como un primero, un segundo y un tercero. El emisor pasa a ser un primero, ya que es el origen de esta relación, y sin una intención por su parte, que se plasmará en el mensaje, el proceso comunicativo no tendría lugar. Para el emisor es importante que el destinatario reconozca su intención comunicativa, la cual se explicita a través del mensaje transmitido, presentando el contenido del mensaje como una petición, una orden, un deseo, etc. El acto comunicativo es básicamente la relación entre un emisor, un primero, y un destinatario, un segundo; pero esta relación se realiza a través de la mediación de un tercero, un mensaje. Sin mensaje[23] es díficil concebir cómo se puede establecer la relación entre emisor/destinatario. Así pues el mensaje depende de cómo el emisor codifica sus intenciones comunicativas con el objeto de que el destinatario pueda reconocerlas y comprenderlas; en otras palabras, el mensaje es el mediador entre el emisor y el destinatario, pues sin esta mediación la comunicación no tendría lugar. En este sentido el mensaje tiene en cuenta al destinatario al que va dirigido, y es el emisor, por tener en cuenta esta direccionalidad, el que le da la forma correspondiente[24].
Este modelo básico al que nos hemos referido coincide con lo que se suele denominar el modelo lineal comunicativo, siguiendo las directrices marcadas por Shannon. Sin embargo, hay otro modelo de la comunicación, circular y más rico, llamado modelo orquestal, que sigue las pautas marcadas por Wienner. La diferencia entre ambos modelos radica en que el de Wienner introduce el concepto de retroalimentación o “feed-back”[25]. Pues bien, siguiendo las pautas de la semiosis de Peirce donde el interpretante era equivalente a otro signo que podía generar una nueva semiosis, aquí, y tomando partido por el modelo circular, el mensaje puede dar origen a otra comunicación, originando así una nueva relación entre destinatario (ahora transformado en emisor) y emisor (ahora funcionando como destinatario)[26]. De nuevo este proceso puede originar una nueva comunicación y asi ad infinitum, dada la versatilidad de los elementos puestos en juego: emisor, mensaje y destinatario; en teoría sería posible pensar en alguna manera de comunicación ilimitada, aunque en la práctica, al igual que sucede con la semiosis ilimitada, estos procesos y relaciones nunca se lleven hasta el final sugerido por su posibilidad teórica. Por lo tanto, desde el momento en que uno de los elementos presentes en el acto comunicativo está formado por signos, los cuales llevan implícita, como ya se vio, la posibilidad de su despliegue hasta el infinito, no es descabellado pensar que el proceso comunicativo mismo se impregne también de esta característica, posibilitada por uno de sus elementos.
De hecho, el largo proceso de nuestras relaciones interpersonales, nuestra historia de contactos y relaciones, realizada a través de ideas –y plasmada en libros, obras de arte, ensayos, escritos científicos, mitos y cuentos, poesía–, tradiciones y costumbres, aunque diferidas a través de los tiempos, no son más que manifestaciones concretas de las relaciones comunicativas ad infinitum que continuarán expandiéndose a través de los tiempos, mientras haya seres humanos y relaciones entre ellos. Por eso, la hipótesis de que la cultura es un conjunto de sistemas de comunicación, parece también recibir todo su apoyo de esta aplicación del modelo triádico y semiótico de Peirce.
Referencias
BATESON, G. Y OTROS, La nueva comunicación, Ed. Kairós, Barcelona, 1984.
CASTAÑEDA, H.-N., “The Semiotic Profile of Indexical (Experiential) Reference”, Synthese, 49, 1981, pp. 275-316.
ECO, U., Tratado de semiótica general, Ed. Lumen, Barcelona, 1981.
FAERNA, M.A., Introducción a la teoría pragmatista del conocimiento, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1996.
FREGE, G., Estudios sobre semántica, Ed. Ariel, Barcelona, 1973.
HALL, E.T., El lenguaje silencioso, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1989.
KAPLAN, D., “Demonstratives” (1977), Themes from Kaplan, J. Almong y otros (eds), Ed.
Oxford University Press, 1989, pp. 481-563.
MORRIS, C., Foundations on the unity of science, O. Neurath, R. Carnap y C. Morris (eds), Ed. The University of Chicago Press, 1971, vol. I, pp. 63-75.
Fundamentos de la teoría de los signos, Ed. Paidós, Barcelona, 1985.
PEIRCE, CH. S., Collected Papers, Ed. Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, 1978-80.
Obra lógico-semiótica, Ed. Taurus, Madrid, 1987.
El hombre, un signo, Ed. Crítica, Barcelona, 1988.
Escritos lógico-semióticos, Ed. Alianza Editorial, Madrid, 1988.
* Este trabajo está realizado en el marco del proyecto de investigación “Temas fundacionales de lógica: universos del discurso, cuantificación y lógica subyacentes” (PB98-0631), del DGES del Ministerio de Educación y Cultura de España.
[1]Cfr. C. Morris, Fundamentos de la teoría de los signos, pág. 33. En esta definición de la semiótica Morris es claramente deudor en su terminología de Peirce, que fue el primero en emplear el término “semiosis” para referirse al proceso en el que algo funciona como signo (cfr. C. S. Peirce, Collected Papers [CP], 5.484).
[2]Esto no es más que otra manera de indicar las dimensiones semióticas de los signos, y que coincide con la división que Morris estableció de la semiótica en sintaxis, semántica y pragmática.
[3]Cultura se entiende aquí, siguiendo a E. Hall, como conjunto de sistemas de comunicación o, simplemente, comunicación (cfr. E. Hall, El lenguaje silencioso, pp. 40, 45, 198 ó 203); o también, siguiendo a U. Eco, como fenómeno comunicativo (cfr. U. Eco, Tratado de semiótica general, pág. 57 y siguientes).
[4]Cfr. U. Eco, op. cit., pág. 35.
[5]El prefijo “ceno-” parece ser una derivación de la palabra griega “kainos” -nuevo-, y así las denomina Peirce en otro lugar al referirse a ellas como “kainopythagorean categories” (CP 7.528), con lo cual significarían nuevas categorías pitagóricas, haciendo una alusión a los pitagóricos por la importancia concedida por éstos a los números, puesto que para Peirce las categorías se definen de la mejor manera en términos de números.
[6]Prueba de esto es la elaboración de la tabla de las categorías de Kant y su aplicación a la clasificación de los juicios (según la cantidad: universal, particular y singular; según la cualidad: afirmativo, negativo, indefinido; según la relación: categórico, hipotético, disyuntivo; y según la modalidad: problemáticos, asertóricos, apodícticos), que finalmente revelan ciertas formas fundamentales de la realidad [a) totalidad, pluralidad, unidad; b) realidad, negación, limitación; c) sustancia, causalidad, comunidad de acción recíproca; d) posibilidad, existencia, necesidad]. Las categorías cenopitagóricas se corresponden, según Peirce, con las tres categorías de cada una de las cuatro tríadas de esta tabla kantiana. Pero también la influencia de Hegel es importante en el pensamiento de Peirce, y así él mismo lo indica al decir: “las categorías cenopitagóricas son sin duda alguna otra tentativa de caracterizar aquello que Hegel intentó caracterizar como sus tres estadios del pensamiento” (CP 8.329).
[7]C.S. Peirce, Escritos lógicos; introducción de P. del Castrillo, pág. 14.
[8]Esta idea es tenida en cuenta por U. Eco en la teoría de los códigos o semiótica de la significación, en donde la noción de interpretante de Peirce, previamente delimitada para evitar cometer la falacia referencial, le sirve para dar cuenta del sistema semántico en sus propios términos. Cfr. U. Eco, op. cit. pp. 133-140.
[9]Esta concepción de Peirce del objeto dinámico como objeto mediato recuerda la idea de Frege de que la relación del signo con su Bedeutung o referente es siempre a través de la mediación de un sentido. El signo nunca determina una Bedeutung en su totalidad, como realidad en sí, sino tal y como el sentido del signo la representa. En todo caso la Bedeutung en Frege es también el objeto extralingüístico, exterior al signo; es el objeto dinámico peirceano. Nuestro conocimiento de ese objeto al que el signo se refiere se realiza a través de la manera como el signo representa al objeto, bien sea como objeto inmediato en el caso de Peirce, o como sentido en el caso de Frege.
[10]Peirce habla del fundamento en “De una nueva lista de categorías”, obra de 1867, cuando Peirce contaba 28 años. Aquí el fundamento parece corresponderse con la categoría de primeridad, aunque en algún momento Peirce parece identificarlo también con el interpretante. De todas formas, el fundamento se caracteriza por ser un elemento mediador entre un relato y su correlato, como aparece claramente ejemplificado en la comparación, de la cual Peirce dice que requiere, además de la cosa relatada y del correlato, el fundamento. Pero enseguida ese elemento mediador se identifica con el interpretante: “toda comparación requiere, además de la cosa relatada, el fundamento y el correlato, también una representación mediadora que representa al relato como una representación del mismo correlato representado a su vez por esta representación mediadora. A esta representación mediadora la podemos llamar interpretante” (CP 1.553).
[11] La idea de cómo el objeto se ve atrapado en el proceso sígnico sin desvelarse nunca completamente, queda magníficamente representada en el siguiente texto de M.A. Faerna: “La referencia a objetos es el saldo o resultado de esta relación triádica, no una parte dentro de ella. El significado va de signos a signos, y no de signos a cosas, porque en este caso es como si Peirce preguntara: ‘una vez que tengo la cosa, ¿para qué quiero el signo?’ Así pues, la significación no es un proceso lineal que conduce a algo que ya no es signo, sino un circuito de signos en el que las cosas van quedando atrapadas; una prueba de ello es que no podemos borrar de las cosas los conceptos que nos permiten comprenderlas, algo que no sucedería si tales conceptos fueran sólo un hilo del que tiramos hasta atrapar ‘la cosa misma’.” (M.A. Faerna, Introducción a la teoría pragmatista del conocimiento, pp. 11-12).
[12] Teniendo en cuenta la diferenciación hecha por Lady V. Welby de sentido, significado y significación. (Cfr. C.S. Peirce, Obra lógico-semiótica, [Cartas a Victoria Lady Welby (Semiotics and Significs)], pp. 144-146).
[13] La concepción de la semiosis de Peirce se relaciona también con su división de la semiótica en tres ramas: gramática especulativa, lógica exacta y retórica pura. La gramática especulativa “tiene por tarea averiguar qué es lo que debe ser verdadero del representamen usado por toda inteligencia científica para que pueda incluir cualquier significado”. La lógica exacta o lógica propiamente dicha “es la ciencia de lo que es cuasi necesariamente verdadero de los representámenes de cualquier inteligencia científica, para que puedan cubrir cualquier objeto, es decir, puedan ser verdaderos. O sea, la lógica propiamente dicha es la ciencia formal de las condiciones de verdad de las representaciones”. La retórica pura, denominada también retórica formal o universal, se caracteriza porque “su trabajo es averiguar las leyes por las que en cada inteligencia científica un signo da nacimiento a otro y, especialmente, un pensamiento produce otro pensamiento” (CP 2.229). Brevemente, la gramática especulativa se ocupa de los representámenes, la lógica exacta de la relación entre los representámenes y sus objetos, esto es, sus referencias, y la retórica investiga las relaciones de los representámenes con sus interpretantes.
[14] Un ejemplo claro de esta tendencia de no establecer límites precisos entre semántica y pragmática es U. Eco. Eco al proponer su división de la semiótica en semiótica de la significación y semiótica de la comunicación, indica claramente que no quiere que se considere a la primera como semántica y a la segunda como pragmática, ya que la novedad de su planteamiento reside precisamente en introducir en la semiótica de la significación aspectos semánticos, pero también pragmáticos, tales como los contextos y las circunstancias, elementos importantes en la configuración de su propio modelo semántico.
[15] Véanse por ejemplo los trabajos de D. Kaplan, “Demonstratives”, o de H. Neri-Catañeda, “The Semiotic Profile of Indexical (Experiential) Reference”.
[16] C Morris, Fundamentos de la teoría de los signos, pág. 67.
[17] C.S. Peirce, Obra lógico-semiótica, pág. 139.
[18] Op. cit., pág. 68.
[19] Ibid., pág. 69.
[20] C. Morris, Foundations on the unity of science, pág. 67.
[21] C. Morris, Fundamentos de la teoría de los signos, pág. 80.
[22] Soy consciente de que esta es una simplificación demasiado abusiva del proceso comunicativo, en el que también juegan un papel fundamental el código, el canal, el contexto, etc. Sin embargo, todos ellos pueden ser presupuestos en algún sentido por los elementos más básicos -emisor, mensaje y destinatario- y ello en el siguiente sentido, a saber, el mensaje para poder constituirse necesita de un código, y evidentemente de un canal para poder ser transmitido; igualmente el emisor y el destinatario tienen que compartir un código común para poder codificar y descodificar el mensaje; e igualmente el contexto es fundamental para recoger todos los factores bióticos, psicológicos o sociológicos que afectan de manera notable a una correcta interpretación del mensaje. Todos estos aspectos son derivativos de aquellos más básicos, o están implicados por ellos.
[23] Aquí hay que tener en cuenta que incluso el silencio también puede ser mensaje, de igual modo que no sólo son mensajes las expresiones lingüísticas o los mensajes verbales, también los movimientos corporales de todo tipo como gestos, miradas, caricias, etc. Es decir, todo lo que se engloba en el amplio campo de la comunicación no verbal puede ocupar el rol de mensaje transmitido.
[24] Las analogías con el modelo de la semiosis son evidentes. Aquí el emisor es un primero que en su relación con el destinatario, que es un segundo, y precisamente por tener en cuenta su relación con el destinatario, produce un mensaje, que es un tercero, y que actúa como mediador entre ellos.
[25] Cfr. Bateson y otros, La nueva comunicación, pp. 14-25.
[26] También en este modelo circular de la comunicación, las posiciones de emisor y destinatario son intercambiables dependiendo del acto comunicativo concreto de que se trate, de tal forma que lo que era un primero o emisor en una acción comunicativa se transforma en tercero o destinatario en la siguiente, y viceversa. Es decir, las posiciones de emisor y destinatario no son rígidas, sino que dependen del acto comunicativo particular.
Mª Uxía Rivas MonroyDepartamento de Lóxica e Filosofía MoralUniversidade de Santiago de Compostela
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